Relatto | El cuento de la realidad

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«El aeropuerto lagunero sufrió diez accidentes mortales entre 1956 y 1986»

Titular de La Prensa, revista semanal del diario El Día de Tenerife, islas Canarias.


Estos eran campos de trigo y en esos terrenos que están allá se daba el chocho, con el cual también se hace gofio. En cualquiera de sus versiones, el gofio es el alimento de los canarios por excelencia. En estas tierras del norte de Tenerife donde verdean los pinos hubo viñas y se daban con generosidad la papa y la cebada; todavía hay dos fincas con vacas en esta zona a la que llaman Los Rodeos, pegada de La Laguna, la segunda ciudad más importante de la isla. Las vacas dan leche mientras los aviones repletos de turistas bajan y suben a cien o doscientos metros de distancia. Los aparatos corretean por la pista al borde de Finca del Pino donde pastan, ajenas al ruido, las quinientas reses de don Jesús. Los lugareños más viejos recuerdan cuando podían cruzar la pista del aeropuerto arreando ovejas y cabras.

En estas tierras del norte de Tenerife donde verdean los pinos hubo viñas y se daban con generosidad la papa y la cebada; todavía hay dos fincas con vacas en esta zona a la que llaman Los Rodeos, pegada de La Laguna, la segunda ciudad más importante de la isla.

El aeródromo Los Rodeos se llama, de un tiempo a esta parte, Tenerife Norte por un intento de producción masiva de desmemoria. Es una marca un tanto desgraciada, Los Rodeos, asociada al más trágico suceso de aviones en la historia de la aeronáutica. Pero Los Rodeos sigue siendo a final de cuentas Los Rodeos y así seguirá llamándose según el habla popular de Tenerife, incluyendo taxistas y medios de comunicación. Desde tiempos inmemoriales la zona se dividía en el rodeo alto o Montesano, de la pista hacia arriba, y el rodeo bajo, todo este territorio que abarca la vista por el medio del cual va el camino de La Villa, una estrecha carretera no muy transitada. Desde casi cualquier punto, a cualquier hora del día, los vecinos observan, como si fueran automóviles con alas enormes circulando lentamente por una calle paralela un poco más alta que las circundantes, a los Boeing que se dirigen hacia la pista de despegue, o a esos abejorros de Binter, de hélice, que jamás se caen. «Cambiando el nombre no pueden cambiar lo que pasó», me dijo la escritora Cecilia Domínguez Luis una tarde que nos encontramos en Santa Cruz, la capital de la isla. Ella estaba en un hospital a punto de parir el día en que ocurrió la catástrofe: 27 de marzo de 1977, de modo que en marzo próximo su hija cumplirá 45 años. 

A la izquierda, el camino de La Villa, aledaño a la pista del aeródromo; la torre de control muy cercana y el avión desmantelado que sirve para ejercicios de los bomberos.

Fue horrible y todos lo recuerdan, no se puede borrar y cada vez que se instala la panza de burro ‒masa de niebla que les recuerda a los chicharreros, por su tonalidad parda, exactamente eso: la panza de un burro‒ sobre el asfalto puede que algunos vecinos se santigüen, los mayores, que tienen sus razones. El recuerdo pesa y en la sombra ha quedado algún héroe anónimo. 

***

Todavía niño tuve mi primer accidente de Los Rodeos cuando el cuatrimotor de Spantax se vino al suelo a poco de despegar mientras yo leía las aventuras de Tintín en mi cuarto, casa de mis tíos en La Laguna. Teníamos un pastor alemán y un huerto. Puede que esa misma tarde haya estado jugando con el perro, correteando de un lado a otro sin salir de los linderos de la casa. Al perro, mi tío, que era catedrático de Filología en la universidad, lo bautizó Céline por el escritor y médico francés muerto en 1961. Céline era muy cariñoso con los de la casa y poco cordial con las visitas. Una vez, ya de noche, saltó de repente ‒estaba atado a su casita pero se revolvió con furia‒ para arrancarle un pedazo de pierna a un primo que le daba amistosas palmadas en el lomo. Le cogieron varios puntos en la clínica más próxima al Camino Largo. Era 1965, año en que hubo tres accidentes de aviones que se aproximaban a Los Rodeos o salían de allí. La leyenda negra voló alto entonces. El primero, 8 de febrero, un DC-7 de una compañía sueca: no ocurrió por las condiciones atmosféricas sino por una falla mecánica; solo hubo heridos. Lo peor vino después, cuando un Súper Constellation de Iberia, el 5 de mayo, cobró la vida de 32 personas ‒pero se salvaron 16‒ cuando el piloto insistió en aterrizar en medio de la panza de burro. El tercero fue el de Spantax, el 7 de diciembre: un DC-3 se estrelló a diez kilómetros del aeropuerto, luego de despegar con una carga de turistas suecos ‒todos menos un matrimonio de Burgos y dos ciudadanos ingleses‒ en una zona agreste llamada El Portillo. Los cadáveres desmembrados quedaron esparcidos en un radio de 250 metros. Era imposible juntar las piezas sueltas porque el golpe fue demasiado brutal. El trabajo de reconstrucción habría sido una especie de macabro rompecabezas para que cada quien fuese entregado a sus deudos como Dios y las leyes de los hombres mandan, cada cuerpo con su respectiva cabeza o sus respectivos miembros. Imposible.

Lo peor vino después, cuando un Súper Constellation de Iberia, el 5 de mayo, cobró la vida de 32 personas ‒pero se salvaron 16‒ cuando el piloto insistió en aterrizar en medio de la panza de burro.

El sonido lastimero de ese avión rumbo al desastre, de repente cortado en el aire de las seis y media de una tarde a oscuras, lo escuchó mi tío Chano desde la mullida estancia de su despacho, rodeado de estanterías de libros por todas partes excepto ventana y puerta. O, al menos, eso contó él: le había extrañado el repentino cese del zumbido. Debe de haber sido verdad porque a veces ‒muchas veces‒ nos damos cuenta de algo exactamente por su ausencia, no por su presencia. Esa abrupta desaparición del ruido de los motores le había parecido sospechosa; tía Luisa, devotamente cristiana, no le hizo mayor caso porque estaba ocupada clamando por la misericordia de Dios, para que recibiera en su seno esas treinta y dos almas que apenas ayer habían estado tan cerca de nosotros, quizás en la playa de Las Teresitas o en la plaza del Adelantado. Todos los detalles los almacené. Todos los de mi estancia de un año en casa del tío Chano.

Cartel a las afueras del terminal de pasajeros (reciente) con un eslogan que parece tétricamente irónico: "Para que puedas llegar".

Todos los recovecos del chalet del Camino Largo e incluso el comentario de alguien, un poco mayor que yo, amigo de la familia, que fue por primera vez a esta casa y comentó: «Parece un museo». Aquella noche me había ido a la cama pensando en esa marca, Spantax, un nombre fonéticamente tan parecido a espantajo y espanto. Guardé la tragedia en algún departamento interno. Ahora que he vuelto a Canarias decidí hacer una crónica sobre el accidente que batió todos los records del espanto: el choque de los dos Jumbo en la pista de Los Rodeos el 27 de marzo del 77, domingo casi a las 5:00 pm, cuando un Boeing 747 de KLM correteó por la pista de despegue y chocó —apenas se había elevado— contra otro Boeing 747 de Pan American que había recibido orden de abandonar la vía por una salida imposible ( ver documental). Quise conocer la cartografía del trauma, su estela hasta el día de hoy escuchando de primera mano a los testigos que han quedado; comienzo enterándome de algo y es que, luego de cada uno de estos sucesos que han marcado el aeropuerto de Los Rodeos y a Tenerife completa, jóvenes de zonas adyacentes se juntaban para ir a curiosear en grupo. Puede que haya quien coleccione, todavía, pedazos de fuselaje chamuscados, guardados como una reliquia en el garaje de su casa. Me he ido enterando de más cosas. Cada vez que se instala la panza de burro sobre el asfalto, ahora como antes, algunos lugareños se santiguan, lo he dicho ya y lo recalco porque estas cosas quedan, y quedan más allá de cualquier recorte de prensa.

Foto de la catástrofe.

El recuerdo pesa y en sus sombras han quedado héroes anónimos como el de Tito Viera, un buen profesional de chapa y pintura ‒o latonería y pintura, como decimos en Latinoamérica‒ que se ha venido a menos con la edad y acaso con el alcohol. Dicen que vive en un viejo tráiler en la playa de Las Teresitas. Sin embargo, lo voy a buscar allá y nadie lo conoce. De Tito se dice que fue el vecino que se atrevió a meterse en el avión de Pan American siniestrado mientras los demás que llegaban a socorrer a los sobrevivientes, desparramados por la pista, le gritaban que el aparato podía estallar en cualquier momento. No les hizo caso, se metió por el boquete varias veces como alma que lleva el Diablo y al rato reaparecía con alguien a rastras. Salvó vidas, aun cuando ese aparato no llegara a explotar sino que nada más yacía de barriga en el suelo, destrozado y lanzando llamaradas como si fuesen últimos suspiros.

El otro sí había estallado en el acto.

Los Rodeos el 27 de marzo del 77, domingo casi a las 5:00 pm, cuando un Boeing 747 de KLM correteó por la pista de despegue y chocó —apenas se había elevado— contra otro Boeing 747 de Pan American que había recibido orden de abandonar la vía por una salida imposible.

Es fácil acceder al documental de National Geographic en YouTube que narra los 8 minutos que precedieron al choque del 27 de marzo de 1977: la aglomeración de aviones, una cadena de errores humanos más la panza de burro. En el vídeo, expertos explican a cámara lo ocurrido y algunos sobrevivientes del aparato de Pan American ‒del de KLM no quedó nadie con vida‒ dan su dramático testimonio personal. Sin embargo, entrevistan a una mujer del 747 de KLM que se salvó porque decidió quedarse en Tenerife y no seguir a Gando, aeropuerto de Gran Canaria que era realmente el destino del avión. Lo que no entrega el documental, porque sería imposible, es esta atmósfera de Los Rodeos de hoy, 45 años después. Me han dejado en medio de la carretera unos familiares que gentilmente me han llevado en coche pero luego han desaparecido. Me hallo solo en el paisaje plano, es de mañana y sí, noto una aureola siniestra o quizás sea uno mismo quien la imagine por saber todo lo que sabe de este entorno. Un cuatrimotor desmantelado, tirado sobre un terraplén lindante con el camino de La Villa, semeja un cadáver de hojalata, abandonado a su suerte allí en medio. Cerca, una construcción a medio terminar o a medio destruir, un cascarón con varios ojos cuadrados, vaciados, que alguien debió haber proyectado sobre un plano como ventanas. Ese despojo fantasmal tiene su razón práctica de ser ‒me enteraré después‒: allí los bomberos se entrenan para salvar vidas en el hipotético caso de un accidente. 

Kiko señala el sitio donde cayó el avión de Pan American a cuyos pasajeros heridos socorrió.

La niebla cotidiana sigue siendo una amenaza, por mucho que haya progresado la tecnología de la aeronavegación. Todo produce inquietud cuando los motores a reacción o de hélice, tan cercanos, son exigidos a su máxima potencia al ir a despegar. Cuando interrogo a alguien que transita por el camino de La Villa ‒mayor de 70 años‒ explicándole lo que voy buscando, reacciona de este modo:

‒¿Para qué volver a escarbar en la mierda? 

Lo dejo estar y continúo mi camino.

De Tito se dice que fue el vecino que se atrevió a meterse en el avión de Pan American siniestrado mientras los demás que llegaban a socorrer a los sobrevivientes, desparramados por la pista, le gritaban que el aparato podía estallar en cualquier momento.

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El dueño del taller mecánico de más abajo, situado casi directamente frente a la zona donde quedó el Jumbo de Pan American, nunca ha sido interrogado por periodista alguno. Kiko, que así lo conoce todo el mundo. Su impoluto taller dedicado a las marcas Renault y Dacia se denomina ATK, y la k es por Kiko. Afirma que ha guardado su experiencia todos estos años y todo lo que narra suena vívido: a las dos primeras víctimas que socorrió, una pareja, acaso les salvó la vida; se acuerda de sus brazos inverosímilmente blancos, blancos, tanto como el panel que usted ve ahí, detrás suyo, en el despacho del taller. Se los llevó en un Volvo, un sedán cuatro puertas largo y azul, propiedad de un médico amigo suyo que en ese momento se encontraba en la península. Le estaba haciendo una revisión. Kiko es mecánico de toda la vida. Eso es lo que le gusta. Me dice: 

‒Estaba limpiando el coche, vivía al lado [señala una casa pintada de verde de dos plantas, muy bien conservada] con mis padres. No recuerdo si la calle estaba asfaltada o no. Era domingo, entre tres y cuatro de la tarde. Se oyeron dos estampidos tremendos. Cuando escuché eso, sabiendo que había acceso para llegar a la pista... 

Foto reciente del terminal de pasajeros por dentro (desde el área restringida a pasajeros).

Se fue en el Volvo hasta el final del camino de La Villa, a mano izquierda. Ahí quedó el primer avión. Era muy fácil llegar porque no estaba vallado como lo está hoy. Lo primero que vio fueron butacas de pasajeros esparcidas sobre la pista, volteadas, y pedazos de fuselaje. Ayudó al matrimonio, o lo que fuera, metiéndolos como pudo en el Volvo 144. En el trayecto, el hombre miraba por la ventanilla y vio la indicación HOSPITAL con una flecha. A partir de entonces no hacía sino repetir una y otra vez «hospital, hospital». Kiko le contestaba «tranquilo, tranquilo, no problema». Se tardaba muy poco en llegar porque no había ni los coches ni las bifurcaciones o rotondas de hoy. Era el Hospital General de La Laguna «…y cuando llegué a urgencias, pues, imagínese el olor a carne quemada dentro del coche». Al bajarse, advirtió a los camilleros del avión que había explotado. Les dijo que había un montón de gente regada por todas partes (creía que se trataba de un solo aparato) y le pidieron, entonces, que desviara a los heridos hacia otros centros. Claro, él no podía hacer eso. Antes de él llegar, en ese hospital no habían recibido a nadie. Kiko fue el primero en entregarles quemados. Al volver al aeropuerto, la densidad de la niebla lo impresionó; recogió a otras tres personas, todavía ni la Guardia Civil ni los bomberos habían llegado: estaban en el otro avión, como a 600 metros o un kilómetro. El de Pan American fue el avión siniestrado más cercano al vecindario. No era posible llegar con el coche a la pista misma porque había un terraplén en declive (la pista está más alta que los alrededores). Por el sitio donde quedó todavía hoy puede verse una granja abandonada, allí la carretera da una curva. Al menos veinte o treinta personas del vecindario se acercaron a brindar auxilio al principio, pero Kiko insiste en que el único vehículo que había era su Volvo; las tres personas que llevó en el segundo viaje fueron mujeres, las vio quejándose, arrodilladas en el suelo, muy nerviosas; se dirigió al mismo hospital y cuando regresó para hacer un tercer viaje con heridos, la Guardia Civil ya no lo dejó pasar. Habían acordonado la zona.

Al volver al aeropuerto, la densidad de la niebla lo impresionó; recogió a otras tres personas, todavía ni la Guardia Civil ni los bomberos habían llegado: estaban en el otro avión, como a 600 metros o un kilómetro.

Antes de hacer contacto con Kiko, la primera mañana que estuve por los alrededores, abordé a un vecino que salía de la parte trasera de una casita pero me dijo que tenía prisa, que las ratas le estaban carcomiendo algo allá dentro y debía ir a comprar veneno al centro urbano de La Laguna. Un poco más tarde conseguí a Pablo Pérez, quien venía caminando por la carretera y se detuvo con placer a contestar mis preguntas. Hablo de vías transitadas más por autos que por personas a pie; en todo caso, caminar a pie por el camino de La Villa es peligroso porque no hay arcén ni nada, todo es bastante estrecho. En efecto, tal como preví por su edad aparente, estuvo presente aquel domingo y lo recuerda como si hubiese sido esta mañana: el resplandor, el olor a carne humana quemada durante una semana con sus noches. Pablo siempre ha trabajado en la finca familiar, no tiene ni estudios ni profesión sino la de granjero. Nació en el 52 y desde que tiene uso de razón recuerda los aviones cerca. Siempre ha corrido la leyenda del papelito y el ingeniero encargado desde las alturas gubernamentales: el hombre tiró un papelito en forma de flecha que cayó en este lugar y así fue como las autoridades competentes decidieron hacer el aeropuerto en Los Rodeos aun cuando la zona no fuera la más idónea. Dice Pablo que la niebla ese día, 27 de marzo de 1977, era tremenda y que al poco rato, luego del resplandor, se dio cuenta de que la gente andaba gritando de un lado a otro como loca. Sobre todo, un trabajador de Iberia a quien llamaban Manolo el espantao. Había recogido la pata ‒así dice Pablo‒ de un muerto sobre la pista y empezó a correr con ella a campo traviesa, vociferando.

Foto reciente de la pista de Los Rodeos.

‒Yo estuve en mi casa sin dormir por lo menos cuatro o cinco días, por el olor de la carne quemada. Al principio se pensaba que era un solo avión. Los bomberos fueron a apagar el primero y al rato se dieron cuenta de que faltaba el segundo. 

Incluso en la torre de control no supieron, sino hasta pasado un buen rato, que habían sido dos los aviones siniestrados y no uno solo.

Dice Pablo que la niebla ese día, 27 de marzo de 1977, era tremenda y que al poco rato, luego del resplandor, se dio cuenta de que la gente andaba gritando de un lado a otro como loca.

Desde temprano hubo ese día una fila sobre la pista: se oía el ruido continuo de aterrizajes y despegues. No era lo usual. A partir de las doce de la mañana se aposentó la panza de burro. Kiko nació en La Laguna hace 69 años y sabe muy bien lo que es la bendita panza de burro. Fue un factor en la catástrofe, desde luego. Otro factor tiene nombre y apellidos y fue cliente de Kiko porque le reparaba su furgoneta Volkswagen Combi al líder independentista Antonio de León Cubillo Ferreira, un individuo que montó su tinglado desde Argel, con un brazo «terrorista» y ramificaciones en Venezuela, el MPAIAC o Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario. Todavía hay pintas que proclaman la independencia de Canarias en los muros de Santa Cruz de Tenerife. Aquel movimiento puso lo suyo para que sucediera lo que sucedió, después de la catástrofe el sanbenito lo persiguió hasta que la marca MPAIAC desapareció con la Transición y el atentado que le hicieron a Cubillo, que no lo mató pero lo dejó parapléjico. El MPAIAC había puesto la mesa y la ocasión para que los demás elementos de la tragedia despegaran con viento a favor, de modo que un acto terrorista algo infantil provocó la muerte de 583 personas: aquel día, último domingo de marzo, se había advertido ‒acto de desafío ante el supremo poder peninsular que mantenía a Canarias bajo yugo secular, se supone‒ la colocación de un explosivo en el aeropuerto de Gando, en la hermana isla de Gran Canaria. No era, en realidad, más que un artefacto de baja intensidad que hirió levemente a una mujer. Pero la alarma bastó para que se ordenara el desvío de todos los aviones que se dirigían ese día a Gran Canaria. El turismo ya estaba en auge.

Otro factor tiene nombre y apellidos y fue cliente de Kiko porque le reparaba su furgoneta Volkswagen Combi al líder independentista Antonio de León Cubillo Ferreira, un individuo que montó su tinglado desde Argel, con un brazo «terrorista» y ramificaciones en Venezuela, el MPAIAC o Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario.

Cubillo falleció en 2012 pero le sobrevive la leyenda. Es curioso este movimiento y su relación con Venezuela desde la época en que el Partido Comunista Venezolano imitaba a la revolución cubana y buscaba el poder por las armas, desde la guerra de guerrillas. Esa relación se da por una afinidad ancestral entre canarios y venezolanos ‒así como la hay con los cubanos‒ que no viene a cuento reseñar; en todo caso, en los años setenta los muros de Caracas se llenaron, en buena medida, con pintas del MPAIAC y estaban instalados en suelo venezolano fichas del independentismo isleño. La «concha» que utilizó el exguerrillero Héctor Pérez Marcano antes de acogerse a la legalidad tras el llamado a la pacificación del presidente Rafael Caldera en su primer periodo (1968-1973) la ofreció el canario José Enrique Estrada. Lo hizo a instancias de Jorge Rodríguez, su mejor amigo venezolano, dirigente del partido radical Liga Socialista y padre del actual presidente de la Asamblea Nacional chavista. De Liga Socialista habría de salir el actual presidente venezolano, Nicolás Maduro.

Monumento en memoria de los 583 desaparecidos en la catástrofe, inaugurado al cumplirse 30 años.

Héctor Pérez Marcano, fundador del Movimiento de Izquierda Revolucionario (cuyo resquebrajamiento dio origen, entre otros partidos, a Liga Socialista), absolutamente lúcido a sus 91 años, me cuenta por WhatsApp que hace pocos años vio al independentista Estrada caminando por las calles de Caracas: nunca regresó a su tierra. Otro dirigente histórico del MPAIAC, fallecido en enero de 2019 a los 75 años, Fernando Clavijo Redondo, recibió al menos dos medallas del presidente Hugo Chávez ‒lo ha reseñado en su nota sobre su defunción el diario El País‒ y su hijo es hoy senador en las Cortes españolas, pero no furibundo independentista. Fructuoso Rodríguez Morales, nacido en 1955 en el barrio obrero de Taco (en Tenerife) y fallecido en noviembre de 2020, desde muy joven se relacionó con el MPAIAC. La contraportada de su testimonio MPAIAC entre Canarias y Venezuela lo retrata como un hombre de inquietudes y sensibilizado ante la situación del archipiélago en los años setenta: continuas huelgas, expropiaciones del Polígono del Rosario, «dura represión policial con torturas y muerte de rebeldes». En 1982 se fue a Venezuela y allí se unió a la célula ‒¿minúscula, marginal, trasnochada?‒ que sobrevivía del MPAIAC o Congreso Nacional de Canarias, que era la nueva estructura fundada por Cubillo tras la desaparición oficiosa del MPAIAC.

Esa célula estaba vinculada al Partido Comunista Venezolano y Fructuoso, después de tanta brega, terminó de chofer de Raúl Esté, histórica ficha del partido que había sido diputado a finales de los setenta. El involucramiento de Fructuoso en la vida política venezolana puede sintetizarse en una parrillada. Las fotos que trae su libro autobiográfico retratan bucólicos parajes como escenario de asados y excursiones. En 1982 ya estaba más que superada la lucha armada en Venezuela. Fructuoso tal vez buscara parecerse, en gesto y apariencia al menos, al Che Guevara y aparece con una especie de chopo (pistola) decimonónico en la portada de su libro, como si acabara de tomar una posición por asalto. Ni siquiera una guarnición.

Cubierta de libro mencionado en el texto, del independentista canario Fructuoso Rodríguez.

Al regresar a Canarias en 1985 se dedicó a las actividades sindicales dentro del sector de las guaguas municipales. El independentismo canario nunca ha obtenido más de un uno por ciento en las elecciones de la comunidad autónoma o gobiernos locales. La generalidad de los canarios piensa que sí, que hubo un movimiento independentista en los setenta y todavía en los ochenta tuvo cierta repercusión pero terminó disolviéndose o atomizándose por falta de apoyo. Lo que queda entre quienes siguen haciendo política se reparte en diferentes partidos, hay vestigios en Coalición Canaria.

En 1982 se fue a Venezuela y allí se unió a la célula ‒¿minúscula, marginal, trasnochada?‒ que sobrevivía del MPAIAC o Congreso Nacional de Canarias, que era la nueva estructura fundada por Cubillo tras la desaparición oficiosa del MPAIAC.

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Fui a las oficinas de AENA en Los Rodeos. AENA es la autoridad española de los aeropuertos, entré a las instalaciones ‒era un mes de julio‒ a golpe de mediodía sin encontrar a nadie en las puertas ni en el hall, al parecer estaba todo el mundo almorzando. Tomé fotos, recorrí la planta baja y subí al primer piso, donde estuve paseando por un corredor con oficinas a ambos lados; a través de las puertas entornadas vi un panorama desierto de funcionarios y ordenadores en modo stand by. Seguí tomando fotos. Cualquier persona podría haber hecho el mismo paseo.

Apenas me había cruzado con un par de caballeros que bajaban pero no repararon en mí o creyeron que yo formaba parte del staff. Me quedé bastante sorprendido con la laxitud en materia de seguridad. Hoy en día, Los Rodeos es un aeropuerto que ronda los cinco millones de pasajeros al año (aunque esto ha bajado por culpa de la pandemia, claro está): es uno de los primeros en volumen de España. En todo caso, una de las oficinas sí estaba habitada por un joven de corbata y camisa arremangada sentado tras su escritorio: Ángel Cristo Pimentel Luis, jefe de Operaciones y Seguridad del aeropuerto. En cuanto supo lo que motivaba esta visita intempestiva ‒entré a su oficina sin tocar la puerta entornada y apenas dando los buenos días‒ comenzó a hablar pestes del periodismo amarillista. Le ha hecho mucho daño al aeropuerto, sabe usted. Hace algún tiempo una cadena peninsular mandó a un equipo para cubrir los alaridos de una niña fantasmal que se escuchaban, según rumores, en la caseta de un guardia. Una patraña, desde luego. 

Foto de la catástrofe.

El ingeniero Pimentel Luis me explicó los adelantos del aeropuerto en materia de seguridad. No me senté ni me invitó a hacerlo pero se tomó la molestia de darme detalles. Canarias es el segundo destino más importante, desde el punto de vista turístico, de España después de Baleares. Sobre el problema de la panza de burro dijo que la tecnología, a estas alturas, permite que solo uno de cada mil vuelos sean desviados de este aeropuerto hacia el Reina Sofía, en el sur de la isla, que se encuentra a nivel del mar. Le pregunté si podría entrevistar al director del aeropuerto, ingeniero aeronáutico Sergio Millanes Vaquero (después fue nombrado en igual cargo en el aeropuerto de Sevilla). Me dio un correo al cual podría dirigirme para pedir esa cita. En cuanto llegué al hospedaje donde me estaba quedando, la pedí pero no me la dieron; enviaron, eso sí, un enlace a un informe técnico. Se disculpaban por no confirmarme qué sistemas de seguridad estaban instalados en la época del accidente de 1977, cosa a la que aludí en mi correo. No obstante, agregaban, sí que le podemos asegurar que ahora se dispone de todas las medidas de seguridad operativa (…) y que estamos certificados según el reglamento nº 139/2014 de la Comisión Europea de 12 de febrero de 2014, el cual establece los requisitos y procedimientos administrativos relativos a los aeródromos, etcétera (debe acotarse que es bastante inútil analizar el informe técnico al cual remiten a menos que se tenga a un ingeniero aeronáutico a mano, y que este ingeniero aeronáutico sea verdaderamente paciente con los neófitos en la materia). 

En 2018 se retiró el último de los empleados que trabajaba en Los Rodeos al momento de la tragedia, debe de estar jubilado plácidamente ‒sería lo deseable‒ en alguna de las islas Canarias.

Foto aérea de una de las zonas de turismo de Tenerife, Islas Canarias, el segundo destino turístico más importante de España./ Valentne Kulikov / Pexels.

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Cuando se inauguró el Monumento Conmemorativo Internacional ‒así dice la placa respectiva‒ el 27 de marzo de 2007, llegaron muchos periodistas y se rindió homenaje a las víctimas. Hubo palabras de admiración y elogio para los bomberos que estuvieron a la hora señalada en el lugar donde era peligroso estar. El monumento es una escalera de caracol en hierro que parece dirigirse al cielo desde Mesa Mota, lugar apartado, en una colina, lleno de pinos y donde también hay un parador turístico, cerrado para el momento en que lo visité. Desde Mesa Mota se ve la pista del aeropuerto allá abajo, allá lejos, nítida y en completo sosiego ya que el cielo hoy está despejado. Le había comentado al ingeniero Pimentel Luis que, hasta esta visita a Tenerife, pensaba que tal monumento se hallaba dentro de las instalaciones del aeropuerto, y el ingeniero me preguntó cómo iba yo a creer que a las autoridades se les ocurriría montar un monumento aludiendo a un terrible accidente dentro del mismo recinto. Es verdad, ¡a quién se le ocurriría! 

Mesa Mota parece dar sosegado cobijo a quienes buscan serenidad y reflexión. Al mismo tiempo, algo en el ambiente resulta triste y quizás tenga relación con el sonido silbante del viento entre los pinos; al final resulta, en su conjunto, un mirador apacible y sobrecogedor a la vez. Su soledad tiene algo metafísico, como de purgatorio terrenal o lugar para las oraciones que no llegarán tan arriba como sería de rogar sino que tal vez queden flotando, ingrávidas, en la línea del horizonte.  

Le había comentado al ingeniero Pimentel Luis que, hasta esta visita a Tenerife, pensaba que tal monumento se hallaba dentro de las instalaciones del aeropuerto, y el ingeniero me preguntó cómo iba yo a creer que a las autoridades se les ocurriría montar un monumento aludiendo a un terrible accidente dentro del mismo recinto.

Al taxista que finalmente me llevó al aeropuerto el día que regresaba a Madrid ‒necesariamente Los Rodeos, donde se toman los vuelos nacionales‒ le pregunté sobre este episodio, pero no tenía memoria alguna sobre la tragedia, no de primera mano pues no vivía en Tenerife en esa época sino en Venezuela, donde estuvo entre 1965 y 2000. Parió varios hijos allá. Toda una vida, me dijo. Otra vez Venezuela: es un leit motiv en Canarias. Últimamente me he enterado de que el exguerrillero David Nieves, cuando estuvo de cónsul general hace unos años y despachaba desde Santa Cruz de Tenerife, hablaba sin tapujos acerca de su condición de representante del MPAIAC que, según decía, había ejercido antes en Venezuela. Y otro cónsul del chavismo, el cantante Jesús Sevillano, llegó con la intención de promover un movimiento bolivariano en Canarias que tuviese este sesgo o afinidad, el del independentismo: así se lo comentó a Manuel Hernández González, historiador vinculado a Venezuela, miembro de su Academia de la Historia y con varias obras sobre la participación de canarios durante la Independencia de Venezuela. Los lazos son infinitos. Hace un par de meses, a finales de 2021, murió David Nieves y todos quienes le trataron hablan de su afabilidad y bonhomía. Seguro que era una buena persona; sin embargo, ¿cómo un gobierno cualquiera, el que sea, permite que un cónsul se declare a favor del independentismo de unas islas que forman parte del país que le ha dado su beneplácito, abriéndole sus puertas diplomáticas?

Últimamente me he enterado de que el exguerrillero David Nieves, cuando estuvo de cónsul general hace unos años y despachaba desde Santa Cruz de Tenerife, hablaba sin tapujos acerca de su condición de representante del MPAIAC que, según decía, había ejercido antes en Venezuela.

El único que parece haber salido ganando del choque de los 747 es Hipólito, dueño de la funeraria homónima en La Laguna. Se dispuso un hangar repleto de cajas de madera cuya foto, en los medios locales, resultó impresionante y puso a los lectores a llorar. Adivinen quién fabricó y proporcionó los féretros. Hipólito, que estaba cerca y sabía dónde conseguir material en abundancia para suplir el pedido a tiempo y según las normas del ramo. Cobró, como es lógico. El negocio de Hipólito prosperó de la noche a la mañana, se hizo millonario con el accidente o al menos eso dicen todavía los que pueden recordarlo. Otros se molestan ante la presencia de algún periodista merodeando por el camino La Villa.

Hasta el día de hoy no sé si Tito Viera, el héroe que entró al aparato que iba a estallar de un momento a otro y salvó vidas, existió realmente o es tan solo otra leyenda urbana, tal vez un borrachín menesteroso que antes fue profesional destacado de chapa y pintura pero que ahora tan solo suscita conmiseración o burla. Que se sepa, no fue nombrado en el acto de inauguración del monumento en memoria de las víctimas en 2007.

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